martes, 2 de diciembre de 2008

La Mazmorra, una anarquía risueña y muy saludable

La Mazmorra, de Lewis Trondheim y Joann Sfar, es una de las series de historieta francesas más aclamadas de los últimos años. Una titánica obra coral que pone en pie un collage temático tan divertido como jugoso. Un mundo de fantasía, con sus guerreros, su magia y sus dragones, en el que unos antihéroes individualistas y pragmáticos se esfuerzan por interpretar su papel en un mundo que les supera.

Cuatro torres negras, la más alta de las cuales se divisa a diez jornadas de marcha… Una puerta de plomo oculta en lo hondo de los infectos pantanos… Kilómetros de pasillos, tapizados de musgo y de salitre… Escalas, montacargas, escaleras hasta las entrañas de la tierra… Es la mazmorra…


Lewis Trondheim y Joann Sfar, con las participaciones de variados autores invitados que dan a la obra carácter colectivo, construyen un universo en que se dan citas todos los lugares comunes del género de aventuras en sus diversas variaciones. Cada álbum de La Mazmorra es una pieza de un proyecto monumental, estructurado en tres arcos argumentales que cuentan la génesis, el esplendor y el final de este lugar fantástico. Amanecer cuenta los orígenes de la Mazmorra, en un escenario de capa y espada donde un joven Jacinto se esfuerza por mantener en una ciudad corrupta los ideales de una nobleza ya trasnochada. Cénit es el epicentro del relato, con un imberbe Herbert de Vaucanson recién llegado a una Mazmorra en pleno apogeo. Crepúsculo es el relato de una época de ruinas, de un mundo que se precipita a su final y de las desventuras de Marvin el Rojo, un pícaro con ínfulas de héroe que cree estar siguiendo el ejemplo de campeones de antaño. Los tres escenarios son un solo universo, una línea temporal de la que se develan nuevos espacios con cada álbum. Porque sucede, ya lo decía Tim Burton, que una historia es mucho más divertida si no se cuenta de principio a fin. Los autores de La Mazmorra van saltando adelante y atrás en el tiempo con cada nuevo tebeo, mostrando pedazos con que el lector compone un puzle de causas, efectos y otras relaciones no tan causales. Porque, siempre, “la unidad del texto no está en su origen, sino en su destino.”

Ya puestos a citar a Roland Barthes, La Mazmorra da prueba de otra de sus aseveraciones: “Hoy en día sabemos que un texto no está constituido por una fila de palabras, de las que se desprende un único sentido, sino por un espacio de múltiples dimensiones en el que se concuerdan y se contrastan diversas escrituras, ninguna de las cuales es la original: el texto es un tejido de citas provenientes de los mil focos de la cultura.” Y es que La Mazmorra podría parecer una fusión de Tolkien y Disney, aunque acaba desvelando más cercana a la fantasía surrealista de Roald Dahl o Michael Ende. O un cruce entre Conan y los Teleñecos. En fin, lo mejor de cada casa.

A menudo se define la serie como una parodia del género de espada y brujería. Aunque algo de eso hay, quedarse ahí sería acercarse a La Mazmorra desde una visión limitada. Sarcasmo mordaz, salidas de tono, referencias culturales mucho más subterráneas de lo que parecen y apertura total a la inclusión de recursos y referencias de cualquier origen. Un collage posmoderno en toda regla.



Trondheim y Sfar forman parte de la generación de jóvenes autores que a finales del siglo pasado renovaron una historieta francobelga ahogada en el academicismo. Más de una década después, con muchos y diversos proyectos, ambos son dos de las más destacadas referencias del tebeo internacional.

El dúo creativo se propuso con La Mazmorra un desafío hercúleo: componer una serie de trescientos álbumes que cuenten toda la historia de sus personajes a lo largo de las generaciones. Además, a estos trescientos tebeos con que la trama se vertebra, los autores van sumando aventuras paralelas dentro del universo de la serie, números extras con artistas invitados, volúmenes especiales… Habida cuenta de que en el mercado francobelga una serie acostumbra a publicar uno o dos álbumes al año como mucho, la tarea de completar un arco argumental de trescientos números puede durar décadas o incluso siglos. Así, la propuesta de Trondheim y Sfar se tacha frecuentemente y con ligereza de irrisoria. Sin embargo, y aunque los autores no han afirmado tener ningún tipo de plan racional al respecto, me gusta pensar que precisamente la aventura autoral de La Mazmorra acabará siendo un reflejo de su propio relato: la realización de sus páginas se extenderá a través de las décadas y las generaciones. De momento, en 2008 la serie ha cumplido sus diez años de publicación con más de dos docenas de volúmenes y un éxito continuo de público y crítica. Como a Trondheim y Sfar, a los personajes de La Mazmorra aún les queda mucho por recorrer.

La Mazmorra inaugura, en cierta forma, el salvamento del género de la aventura de las ciénagas de la banalidad, la repetición de esquemas y el desinterés creativo. Dicho de otra manera: demuestra que los géneros clásicos no son terreno exclusivo del mainstream más recalcitrante. Porque en los últimos años del siglo pasado, la aventura parecía estar destinada sin remedio al blockbuster más rastrero o, en el mejor de los casos, acotada en lo infantil. Porque, en serio, ¿qué grandes historias de aventuras se contaron en los 90? La Mazmorra, y con ella el resto de la nueva historieta francesa, vino a demostrar que no existen géneros menores sino autores sin ideas.

En este tapiz de citas, referencias y lugares comunes, Trondheim y Sfar inauguran en la historieta europea el héroe posmoderno, una figura que se ha extendido rápidamente, dando piezas tan notables como Isaac el Pirata de Christophe Blain o El minúsculo mosquetero del propio Sfar. Los personajes de La Mazmorra están en las antípodas de la tradición del héroe clásico, poderoso y casi autosuficiente, que se extiende desde Gilgamesh hasta Supermán. El joven justiciero de Amanecer, el aristócrata desganado de Cénit o el entusiasta caradura de Crepúsculo, los tres personajes se saben débiles y no dejan de emplear todas las tretas a su alcance, aceptar de buena gana la colaboración o, incluso, escurrir el bulto cuando pueden. Nuevos personajes para viejos escenarios, los protagonistas de La Mazmorra se saben héroes, o al menos se creen de alguna manera en el deber de interpretar ese papel, pero han sido arrojados a un mundo que les viene ciertamente grande. ¿Les llevará su aventura a la medra social, el crecimiento personal o la mejora del mundo social, como sucedía con los héroes clásicos? Nada de eso. Las contingencias les harán evolucionar por derroteros mucho más humanos. Estos pretendidos héroes encontrarán, por pura necesidad, mecanismos más prácticos para conseguir sus objetivos. Su individualismo les mantendrá cuerdos y su pragmatismo vivos. Aún así, intentarán mantenerse fieles a unos ideales que se descubrirán menos transparentes de lo que parecían en un principio. Son, en definitiva, unos personajes muy humanos en un mundo muy real. Al meno, real en el sentido en que lo entiende Bettelheim: “Los cuentos de hadas son más que ciertos, no porque nos expliquen que los dragones existen, sino porque nos explican que pueden ser vencidos.”

Los personajes de La Mazmorra respiran una anarquía risueña y muy saludable, que, un poco sin darse cuenta, pone constantemente en solfa el principio de autoridad y entiende que la única manera de tomarse en serio el mundo es desde el humor.



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