La semana que viene haremos una sección centrada en los estrenos de las últimas semanas, dado que el pasado viernes no tuvimos Planeta Cine, y nos reservamos los de ésta - donde ya os adelanto que no podéis perderos Ultimátum a la tierra y My Blueberry Nights- para hacer un repaso general el próximo viernes 19, víspera ya de las fiestas navideñas, época que siempre suele llevar consigo una mayor cantidad de tiempo libre que poder ocupar disfrutando del cine. En ello nos centraremos.
Pero hasta entonces, quiero compartir con vosotros una reflexión sobre la que en la actualidad estoy investigando académicamente - adherida a muchas otras cuestiones - a propósito de mi última escapada a los Kinépolis de Valencia, donde fui con unos amigos a ver Bolt - última película de animación digital de Disney sobre la que si queréis, os comentaré algo en nuestro próximo Planeta Cine - en 3D. Sí, con esas gafas que años ha eran de cartoncito y celofán y ahora son de lo más tecnológicas, con el logo DOLBY DIGITAL, y que además traen en carritos especiales previo - imprescindible - paso por el lavavajillas.
Y es que hace unos meses también fui a los mismos cines - de los mejores de toda España, si no habéis ido os los recomiendo - para visionar en 3D la película Beowulf... y me ronda lo siguiente por la cabeza: "estamos experimentando un curioso regreso a los orígenes del cine". Las salas ofrecen cada día más nuevas formas de ver, oír, sentir, experimentar las películas. El espectador empieza a fracturar su recepción del filme, relegando a un segundo plano la relevancia, el interés, o la calidad del contenido de la historia que se le brinda, en pos de la rendida seducción por el mero artefacto, por el mecanismo intrínseco que maquilla la intrascendencia de la narración. En lo que aparenta ser la confirmación de este fenómeno, los analistas cinematográficos no han pasado por alto el efectismo de la producción industrial, en una espectacularización apoyada en el uso de las herramientas para la generación de efectos visuales y sonoros en la postproducción; paralelamente, han advertido un escoramiento hacia el formulismo temático, en una proliferación de secuelas, remakes y adaptaciones – o inspiraciones – de obras procedentes de otros medios de masas, entre los que ocupan lugares destacados el cómic y el videojuego. Este hecho ha agravado la conciencia de la crisis de la consistencia del relato, que parece amenazado por el valor puramente escópico de las imágenes. El imperio en las carteleras y en los resultados del Box Office de estos productos ha alimentado el escepticismo, el desánimo y la sensación de ineluctabilidad ante la deriva del modelo hegemónico.
De esta forma, queda patente que el visionado de estas películas en los omnipresentes, remozados y tecnológicos entornos de visionado de última generación, transforma la experiencia en una mera atracción de feria / circo / parque de atracciones, y no hay que olvidar que al cine primitivo, ése en que a finales de siglo XIX veíamos a los trabajadores saliendo de la fabrica o a los pasajeros bajando del tren, ya se le acuñó años atrás como cine de atracciones. Este término fue acuñado por el historiador cinematográfico Tom Gunning en 1990, describiendo la cercanía del cine del espectáculo con el sobresalto y la excitación visual de la feria de barraca y el parque de atracciones. En los primeros años del cine dominaban las películas de actualidades y de viajes que pretendían mostrar el mundo tal como era, sin grandes pretensiones argumentales. Estas películas antinarrativas encandilaban al público no tanto por sus relatos específicos sino por el efecto de realidad que conseguían, algo al fin y al cabo en absoluto distante con los efectos informáticos digitales y el 3-D más de cien años después.
Y con esta reflexión, que como investigador del audiovisual, pero también como cinéfilo y cinéfago creo que es sumamente interesante, os remito a la próxima entrega de Planeta Cine en 7 días que, como decía al inicio, dedicaremos a todos los estrenos que coparán las salas estas navidades.
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