Quiso comprarse un rosario de cuentas de colores y sacarlo a pasear cada mañana, como aquel que imagina que alguien lo observa y sale a la calle dispuesto a ser el blanco de miradas, dando ejemplo de estar orgulloso de haberse conocido.
Porque en aquellos malos tiempos, sin lirios ni besos de espuma, se le estaba haciendo imposible el no dejar de pensar como caer de una torre sin dar muestras de importante locura tras la desaparición repentina.
Se derrama de nuevo y cuando cree que ya nada líquido de su cuerpo podría emanar, vuelve a aparecer un reguero de lágrimas en procesión por la mejilla izquierda que disfrazadas de domingo llegan tan lejos como el mismo canalillo asume por su cuenta. De allí al ombligo un paso.
Y todo lo demás pura coincidencia o bendito despiste.
O un quédate conmigo porque mañana lloverá.
Deja reposando la espalda sobre la epidermis terráquea del azulejo que todo el frío del mundo alberga y la cabeza ladeada con dirección ocular hacia un mundo horizontal. No permite que la luz convenza a los párpados de la importancia del pestañeo.
Acuna tal tristeza en los bolsillos y reparte tantas verdades en sobremesa que su implacable capacidad seductora no acaba.
Se aferra al suelo, se levanta y se tira de nuevo. No quiere dejar de formar parte de las baldosas que tantas veces la han visto caer. Aquella noche en la que el azul del cielo se disfrazó de plata, por un instante pensó en saltar. Desatar las cuerdas antes de que fuera demasiado tarde y levantar los pies un palmo por encima del suelo hasta ver como era posible el vuelo. Pero nunca es tarde para construirse unas alas, ni demasiado pronto para estudiar la posible arquitectura de sus parámetros.
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